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11 enero 2007

CUENTO DE LA ACEITUNA

Faustino Céspedes Nieto

Desde la atalaya de mis bastantes años he visto pasar y desaparecer las costumbres y tradiciones que me traen gratos recuerdos y al recordarlas me hacen sentir nostalgias de aquellas vivencias tristemente hoy desaparecidas que ocurrían siendo yo un jovencito con no mas de 10 ó 12 años.

Esto que a continuación relato ocurría en aquella época en cualquier pueblo de nuestra provincia de Jaén, tierra olivarera por excelencia, costumbres que mi abuelo vivía diariamente y adornándolas con su gran imaginación me contaba y tal como él hizo conmigo así lo cuento yo a vosotros, a todos los niños y jóvenes que no habéis podido disfrutar de aquella época en la que se jugaba con mas imaginación y hoy se juega con la videoconsola. Lo cuento con el deseo de que ya no es posible su recuperación, al menos no caigan en el olvido porque es una parte muy importante de nuestra historia y cultura.

Pues bien hace muchos años la recolección de la aceituna no se parecía en absoluto a la que actualmente se lleva a cabo en estos días. Y es que el proceso para bien o para mal cambia las costumbres y hasta la vida de las personas, haciendo que un trabajo agradable y ameno se convierta en rutinario y tedioso.

En aquella época todas las casas con gran extensión de olivares tenían a su servicio un “Manijero”, hombre de confianza del dueño de las fincas y que se encargaba de formar una cuadrilla para echar la temporada de la recolección. Mi abuelo fue manijero de una casa grande.

Estas cuadrillas estaban formadas por el mismo Manijero que dirigía las faenas y era buen conocedor de la ubicación de todas las fincas que tenían que recolectar.

Había también un Montonero que con aquellos artefactos de madera y alambre llamados “limpias” se encargaba de de separar el “ojin” y la tierra de las aceitunas. La “limpia” en su parte alta tenía un cajón de madera llamado “tolva” donde se vaciaban aquellas espuertas grandes de esparto llamadas “medias”.

A este hombre lo acompañaba un chiquillo que era su ayudante, el cual se situaba en la parte baja de la limpia donde se colocaba el esportón para que cayera la aceituna, pero las piedras y terrones que no se colaban entre los alambres iban a parar a las manos frías y enrojecidas por tanta pedrada del zagal, que como misión tenía la de quitar de la espuerta guijarros y terrones tantos como dieran de si sus hábiles manos y de vez en cuando dirigía una mirada hacia arriba para ver cuando el montonero abría la compuerta del cajón.

Estaban los “Vareadores” o “Varas”, hombres curtidos en las faenas del campo y que eran los encargados de vapulear con sus largos garrotes al árbol para que soltara su fruto y aquel que se resistía a que se lo quitaran por ser una oliva “terrosa”, recibía tal paliza de garrotazos que al final se quedaba sin fruto y sin hojas, que era la misión de las varas.

Las mujeres formadas por grupos de 3 ó 4 se situaban en cada oliva para recoger del suelo la aceituna que las varas previamente habían tirado.

A estos grupos de mujeres los acompañaba un chiquillo que a la voz de “espuerta” corría raudo a vaciar las esportillas de esparto llenas, en la “media” que se colocaba en medio de la “camá”, espacio de tierra que separa una fila de olivas de otra, que una vez llena un muchacho “medio pollo" se encargaba de trasportarla a la limpia.

El atuendo de estas mujeres lo componía, un refajo de tela gruesa, pañuelo en la cabeza anudado al cuello y cascaravitos de bellota en los dedos para medianamente protegerlos y para poder arrancar del barro las aceitunas que habían quedado clavadas.

No quedaba suceso que hubiera acontecido en el pueblo o aquellas novelas de Matilde Conesa, Pedro Pablo Ayuso y Matilde Vilariño, como Ama Rosa," Los hijos de Nadie", "El derechos de nacer" etc., que a través de la radio hacían llorar a moco tendido a toda ama de casa, que en grupos mas numerosos de los que componían la oliva, se reunían en casa de alguna privilegiada vecina, que por aquel entonces tenía la gran suerte de poseerlos un aparato de radio, para maldecir a aquellos energúmenos que a través de las ondas les hacían llegar sus maquiavélicas acciones y para compadecer a los héroes y heroínas que pasaban las ducas hasta que se descifraba el enigma de estos sucesos, por cierto siempre favorables a los ” buenos”, capitulo que al día siguiente se comentaba y juzgaba durante la jornada de recolección.

Pues bien esto era parte de la misión de aquellas cogedoras de aceituna, otra consistía en echar el pañuelo, acto que consistía en estar vigilante de cuando llegaba el dueño para quitarse el pañuelo de la cabeza y arrojarlo a los pies para que este se diera por aludido y recogiera la prenda con lo que se comprometía a invitar al día siguiente a la cuadrilla, invitación que consistía en media arroba de vino para los hombres y algunas gaseosas de aquellas de cierre de bola, que después los chiquillos recogíamos para jugar a las “bolas” o “canicas”, estas para las mujeres y algo de embutido de la matanza para pasar el trago.
La aceituna una vez limpia era envasada en “serillos” de esparto, labor que realizaban el montonero y su ayudante.

Una vez evasada se trasportaba al molino a lomos de yuntas de mulos que conducían los muleros, para su proceso de molturación y extraerle después de machacada con enormes rulos cónicos de granito y prensas de capachos ese oro liquido que llamamos aceite y que tan buen paladar deja cuando nos comemos un “cucharro” con pan de pueblo. El mulero solía ser un personaje algo bruto, digo yo, que sería por su continuo vivir al lado de las bestias y algo se le contagiaría de estas, que juraba en arameo, cuando alguno de estos animales hacia caso omiso a su voz de mando.

Un año de aquellos, como tantos otros, llegó al pueblo para la temporada de la aceituna una familia de la provincia de Sevilla, compuesta por el matrimonio, cuatro hijos y la abuela, madre del cabeza de familia, que era la encargada de preparar comida y talega para su hijo Ramón, para Isabel, mujer de este y para sus nietos Ramón, Manuel, José e Isabelita, la mas pequeña de esta familia temporera. Ramón padre, era un hombre que pasaba de los cincuenta, persona curtida por el sol y el aire de ese campo andaluz donde se ganaba la vida y sacaba a su prole adelante yendo y viniendo de aquí para allá para recolectar lo que el campo daba en cada época.
Hombre afable, respetuoso, aficionado a leer todo libro, periódico o escrito que llegara a sus manos, aprovechando el poco tiempo que tenía libre para dedicárselo a estos menesteres, porque según él decía, la persona culta siempre es mas libre, máxima que intentaba trasmitir e inculcar a sus descendientes.

Pero su mayor afición era el cante flamenco, que lo decía a las mil maravillas a pesar de ser un simple aficionado como él gustaba de llamarse. Según él, cuando le preguntaban si le gustaba mas el cante gran o el cante chico, repondrá siempre con la misma firmeza y convicción que no había dos tipos de cante, sino cante bien interpretado y ponía como ejemplo que un fandango "cantao" con sentimiento se puede comparar con cualquier oro tipo de cante y entonces salía a relucir esa afición y ese conocimiento cuando empezaba a explicar cuantos estilos de fandangos se cantan en Huelva. Muchos, decía, y todos con su sello propio, unos hablan de amores y desamores, otros de penas o alegrías, de vivencias diarias como la caza y otros muchos dedicados a la Virgen del Rocío que hablan de Marismas y Doñana y para apoyar esta teoría se entonaba y cantaba algún fandango como aquel que hablaba de un cazador de la época que con una escopeta “mora” tenía que buscar diariamente el sustento para su prole.

Sin cédula ni licencia
Soy un cazador furtivo
Sin cédula ni licencia
La liebre que se me arranque
De un tiro la dejo muerta
Aunque esté el guarda delante
.

O aquel otro que estaba dedicado a la Virgen y decía:

Andando
Contigo Reina del Cielo
Voy por el camino andando
Y cuando llego a tu ermita
Cantándote por fandangos
Te rezo Virgen bonita.

Y hablaba del Gloria y del Carbonerillo cantaores que habían marcado una época en el cante y que hicieron grande al fandango y entonces cantaba aquel del Niño Gloria:

Hablaba con las estrellas
Un loco en su desvarío
Hablaba con las estrellas
Y susurraba Dios mío
Cómo voy a vivir sin ella
Si era mis cinco sentíos.

Mi abuelo que también se tenía por un buen aficionado al Cante gustaba de charlas con Ramón y con algún miembro mas de la cuadrilla que por la noche, después de regresar y asearse un poco, se reunían en casa del Manijero, o sea en casa de mi abuelo para cobrar el jornal, y en torno a una botella de vino y un plato de aceitunas aliñas salía a relucir amigablemente, la eterna polémica de las preferencias.

A mí donde se ponga el Niño Marchena, por fandangos, no llega nadie, decía mi abuelo, a esto otro contertulio respondía, pues para cantar fandangos, como Pepe Pinto ninguno, con esos cantes que hacen llorar a las madres como ese que dice:

Desde la cuna
A mi Mare de mi alma
La quiero desde la cuna
Por Dios no me la avasalles
Que Mare no hay mas que una
Y a ti te encontré en la calle.

Y así entre trago y trago de vino y su correspondiente aceituna de tapa cada cual expresaba su preferencia hacia uno u otro cantaor.

A esto Ramón observaba y escuchaba a cada uno de los allí reunidos y cuando todos hubieron dado su veredicto flamenco carraspeó para llamar la atención de los presentes y con esa autoridad que le daba el tenerse por buen aficionado al cante y conocedor a través de lo leído, de este arte tan andaluz, medió entre la disputa y habló.

Escuchad: el aficionado al flamenco verdaderamente siente preferencia hacia uno u otro cantaor, pero el buen aficionado sabe coger de cada cantaor lo mejor que tiene y todos le gustan por igual y para terminar esta reunión voy a cantaros un fandango que me enseñó mi padre cuando esto que dice la letra verdaderamente ocurría:

Lo que había rebuscao
La guardia a mi me quitó
Lo que había rebuscao
Que van a comer esos niños míos
Si también me han espuntao
Los espárragos que he cogió.

Y así, de esta manera, después de haber dado buena cuenta de la botella de vino, del plato de aceitunas y haber dado cada uno su versión sobre el cante, se despedían con un ¡bueno señores hasta mañana Dios mediante! Y cada cual volvía a su casa para descansar y emprender al día siguiente la faena.
Baños de la Encina, 1 de enero de 2007
Faustino Céspedes Nieto

[Tengo hoy la gran satisfacción de alojar en mi Blogs, el relato de un entrañable amigo, amante de Baños y sus cosas y gran cantaor de flamenco, por algo es hijo del inolvidable, Antonio Céspedes “Laruta”, me refiero a Faustino y les dejo con su relato, que trascribo del manuscrito que me dejó .DMC]